A partir de 1879, el filósofo Friederich Nietzsche sufría problemas de salud que le dificultaban la tarea de leer y escribir. Sobre todo por los fuertes dolores de cabeza y los incontrolables vómitos. Hasta que se le ocurrió la feliz idea de recurrir a la tecnología.
Durante las primeras semanas de 1882, Nietzsche recibió en su domicilio una máquina de escribir danesa, una Writing Ball Malling-Hansen.
Inventada unos años antes por Hans Rasmus Johan Malling-Hansen, director del Instituto Real de Sordomudos de Copenhague, la bola de tipos móviles era un instrumento de extraña belleza. Se parecía a un acerico adornado de alfileres de oro. Cincuenta y dos teclas para letras mayúsculas y minúsculas, los números y los signos de puntuación, sobresalían por la parte superior de la bola en una disposición concéntrica científicamente diseñada para permitir la escritura más eficiente posible. Justo debajo de las teclas tenía una placa curvada que contenía la hoja de papel. Mediante un ingenioso sistema de engranajes, la placa avanzaba como un reloj con cada golpe de tecla. Con la práctica suficiente, el mecanógrafo podía escribir hasta ochocientos caracteres por minuto con aquel aparato, lo que lo convertía en la más rápida máquina de escribir fabricada hasta entonces.
Nietzsche empezó a escribir con aquel artilugio, cada vez más maravillado con sus posibilidades. Incluso aprendió a escribir con los ojos cerrados, usando sólo la punta de los dedos.
Tanto le fascinaba aquella suerte de transductor de su mente que incluso le dedicó una oda:
“Como yo, estás hecha de hierro mas eres frágil en los viajes. Paciencia y tacto en abundancia, Con dedos diestros, exigimos.”
Sin embargo, algo extraño empezó a ocurrir con los textos que mecanografiaba el filósofo. Algo que propios y extraños notaron sin ninguna duda.
Con la máquina de escribir que Nietzsche se hizo, empezó a redactar sus textos A partir de entonces, algo empezó a cambiar en la prosa del filósofo, como si algo hubiese también cambiado en su cabeza.
Uno de sus mejores amigos, el escritor y compositor Henrich Köselitz, se lo señaló, tal y como explica Nicholas Carr:
La prosa de Nietzsche se había vuelto más estricta, más telegráfica. También poseía una contundencia nueva, como si la potencia de la máquina (su “hierro”), en virtud de algún misterioso mecanismo metafísico, se transmitiera a las palabras impresas de la página. “Hasta puede que este instrumento os alumbre un nuevo idioma”, le escribió Köselitz en una carta, señalando que, en su propio trabajo, “mis pensamientos, los pensamientos musicales y los verbales, a menudo dependen de la calidad de la pluma y el papel.” “Tenéis razón”, le respondió Nietzsche: “Nuestros útiles de escritura participan en la formación de nuestros pensamientos”.
Esta anécdota literaria sirve para ilustrar hasta qué punto las nuevas tecnologías ejercen una influencia sutil pero determinante en nuestro cerebro. De algún modo, al igual que un carpintero consigue que el martillo se convierta en una extensión de su mano, una máquina de escribir se convierte en una extensión de la mente. De algún modo, nos transformamos en una máquina de escribir.
T. S. Eliot tuvo una experiencia parecida cuando pasó de manuscribir sus ensayos y poemas a mecanografiarlos:
Al componer (mis poemas) en la máquina de escribir”, escribió en una carta de 1916 a Conrad Aiken, “me da la sensación de estar mudando todas las frases largas en que solía recrearme a un staccato tan cortante como la prosa francesa moderna. La máquina de escribir fomentará la lucidez, pero no estoy seguro de que haga lo mismo con la sutileza.
Así pues, vale la pena investigar qué efectos produce en el ejercicio de transmitir ideas y contar historias el uso de intermediarios en forma de máquinas de escribir o procesadores de textos. Toda herramienta, aunque abra nuevas posibilidades, también impone nuevas limitaciones.
Incluso la disposición de las teclas de una máquina de escribir o un ordenador (querty) no se funda en una optimización de nuestra escritura sino en la resolución de un problema mecánico de la propia herramienta: evitar que los martillos de las letras chocaran entre ellas, en los primeros diseños. Y a pesar de que las máquinas de escribir están empezando a extinguirse, sus efectos se perpetúan en nuestros ordenadores, teléfonos móviles o libros electrónicos.
Obviar la influencia que todo ello causará en el mundo intelectual del futuro sería como obviar la influencia que la imprenta de Gutenberg ejerció en la sociedad de la Alta Edad Media.
Tal y como señala Norman Doidge:
La gente que siempre escribe a ordenador a menudo se ve perdida cuando tiene que escribir a mano. (...) Su capacidad de “traducir los pensamientos a escritura cursiva” disminuye a medida que se acostumbra a pulsar las teclas y ver cómo las letras aparecen como por arte de magia en la pantalla./ Vía | Superficiales de Nicholas Carr/LIVDUCA
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