La idea para este artículo surgió de la noticia de que Michel Houellebecq fue pillado por cometer plagio: había copiado literalmente fragmentos de entradas de la Wikipedia, lo cual originó un rechazo unánime, devaluando inmediatamente al Houellebecq como escritor. Bien.
Voy a acometer otro de mis artículos un tanto polémicos, así que tened paciencia conmigo, leed con atención lo que pretendo exponer y, en la medida de lo posible, otorgad la interpretación más favorable de mis palabras (lo que pretendo exponer, además de complejo, es como el sonido de un silbato para perros: sólo resultará audible para los que alguna vez se hayan planteado lo que sigue hasta sus últimas consecuencias).
Dicho lo cual, empezaré narrando una pequeña historia para abrir boca (ya se sabe, para vencer al enemigo, primero hay que rodearlo).
Cuenta Malcolm Gladwell en su libro Lo que vio el perro la historia de una psiquiatra llamada Dorothy Lewis, que un día de la primavera de 2004, recibió la noticia de que, en una pieza teatral que se representaba en Broadway era sospechosamente parecida a un libro publicado por Lewis, unas memorias sobre su trabajo como investigadora de asesinos en serie. El libro se titula Guilty by Reason of Insanity (Culpable a causa de la locura). La obra de teatro, Congelados.
Lewis quiso comprobarlo por sí misma. Accedió al libreto de la obra, y se quedó helada. Empezó a subrayar frases, sin dar crédito. Frases que coincidían con su vida, con sus pacientes, incluso con frases que ella misma había pronunciado en su libro. Lewis se sintió robada, violada. No sólo le habían cogido prestadas ideas y expresiones de su libro, sino parte de su propia vida.
La sensación de Lewis, innegablemente, fue dolorosa. Pero que algo nos suscite una emoción negativa no significa necesariamente que ese algo sea negativo per se. Con todo, Lewis creía con sinceridad que la autora de la pieza teatral se había excedido, así que la llevó a los tribunales.
A petición de su abogado, Lewis elaboró dos cuadros detallados en los que se exponía las que consideraba partes cuestionables de la obra de Lavery. Entre los dos ocupaban quince páginas. El primero exponía las semejanzas temáticas entre Congelados y el libro de Lewis Guilty by Reason of Insanity. El otro, la sección más indiscutible, copiaba doce casos de coincidencias casi textuales (un total de 675 palabras) entre unos pasajes de Congelados y los mismos pasajes de un perfil de Lewis publicado en 1997. El perfil se titulaba “Dañado”. Salió el 24 de febrero de 1997 en The New Yorker. Lo escribí yo.
Gladwell se entrevistó con la presunta plagiadora de la obra de Lewis (y de su propio artículo) y lo que descubrió le dejó desarmado: aquella dramaturga no consideraba que hubiese hecho nada malo, y aquel escándalo había sido una pesadilla para ella. Después de todo, creía que tomar prestadas algunas frases o situaciones era lícito, porque así es como funcionaba su mente a la hora de escribir historias: tomaba prestada cosas de su alrededor.
Lo que parece que desafía nuestro sentido moral, pues, no es tanto la inspiración como la copia literal. Es decir, que uno puede basarse en la obra de otro, pero tiene que cambiar algunos aspectos para poder hacerlo. Debe, de algún modo, “maquillar” la inspiración. Esto sucede porque solemos considerar igual la propiedad intelectual y la propiedad privada.
Como os explicaba en la anterior entrega de este artículo, la propiedad intelectual ha empezado a adquirir la misma entidad que la propiedad privada o la propiedad física, a pesar de que tecnología está precisamente encaminada a lograr lo contrario: que la propiedad intelectual apenas tenga mérito o sentido.
Hoy en día, plagiar un fragmento de un texto es tan escandaloso como robar una cartera, y a la mayoría de gente le parece algo natural porque desde instancias superiores se ha promovido que esa analogía es legítima. Por ejemplo, hace unos años, Doris Kearns Goodwin había fusilado pasajes de otros historiadores, ¿sabéis que le pasó? Le pidieron que dimitiera del comité del Premio Pulitzer.
Cuando Malcolm Gladwell descubrió que algunos de los pasajes de su artículo formaban parte de una obra de teatro de Broadway, sólo sintió que estaba bien, que así se podrían oír ecos de su artículo en los escenarios de Broadway, algo que de otro modo nunca hubiese ocurrido.
Las palabras pertenecen a quien las escribió. Pocos conceptos éticos más simples, particularmente ahora que la sociedad invierte cada vez más energías y recursos en la creación de propiedad intelectual. En los últimos treinta años, las leyes de propiedad intelectual se han visto reforzadas. Los tribunales se han vuelto más dispuestos a conceder protecciones a la propiedad intelectual. La lucha contra la piratería se ha convertido en una obsesión de Hollywood y la industria discográfica; y en mundos como el académico o el editorial, el plagio ha pasado de ser una demostración de malos modales literarios a algo mucho más cercano a un delito.
Enmascarar un plagio es una tarea poco complicada. Un escritor taimado puede lograrlo con soltura hasta el punto de que jamás lo descubriría nadie, y así llevarse el “beneficio” del autor “original”. Sin embargo, la justicia sólo actúa cuando hay literalidad. Dicho de otro modo, en la actualidad es como si castigáramos a quien roba en un banco si lo hace con violencia o lo hace sin violencia: si lo que se castiga es el robo en sí, el modo de hacerlo no debería eximir la culpa.
Gladwell consideraba aquella obra de teatro una maravilla. Amplificaba su artículo, y también daba un nuevo enfoque a la obra de Lewis. Pero Lewis no podía evitar sentirse ultrajada por ello. La obra de teatro era un éxito, tenía buena crítica, hacía disfrutar al público… pero la demanda de Lewis hizo añicos, en un santiamén, toda la reputación de la dramaturga.
Algo no funcionaba bien.
En el mundo de la música, donde los préstamos musicales son más comunes y forman parte del andamiaje de muchas composiciones, la situación todavía resulta más grotesca (si nos limitamos a hablar de arte y creatividad, aunque no dudo que es muy rentable económicamente para los que comercian con la música).
En 1992 los Beastie Boys sacaron una canción titulada “Pass the Mic”, que empieza con un simple de seis segundos tomado de la composición de 1976 “Choir”, del flautista de jazz James Newton. El simple era un ejercicio de lo que llaman multifonética elemental, donde el flautista “sobresopla” el instrumento a la vez que canta en falsetto. En el caso de “Choir”, Newton tocaba un do con la flauta y luego aullaba un do, un re bemol y otro do; y la distorsión del do sobresoplado combinada con su vocalización creaba un sonido sorprendentemente complejo y tormentoso. En “Pass the Mic”, los Beastie Boys repitieron el simple de Newton más de cuarenta veces. El efecto era fascinante. En el mundo de la música, la obra con derechos de autor entra en dos categorías: la ejecución de una música grabada y la composición base de dicha ejecución. Si usted escribe un rap y quiere samplear los coros de Billy Joel en “Piano Man”, primero necesita el permiso de la discográfica para usar la grabación de “Piano Man” y luego el de Billy Joel (o quien posea su música) para usar la composición subyacente. En el caso de “Pass the Mic”, los Beastie Boys obtuvieron el primer permiso (los derechos para usar la grabación de “Choir”) pero no el segundo. Newton presentó una demanda y perdió; y la razón por la cual perdió sirve como introducción útil a la hora de reflexionar sobre la propiedad intelectual.
La copia que había perpetrado Beastie Boys, como os refería en la anterior entrega de este artículo, era tan mínima que no ascendió a la categoría de robo, según los tribunales.
A pesar de que el compositor Andrew Lloyd Webber se copia a sí mismo en algún tema musical, como La canción del fantasma, no se considera robo porque el material en cuestión no pertenece a su acusador; de conformidad con la ley de propiedad intelectual, la cuestión no es si uno copió el trabajo de otro sino qué se copió y cuánto.
Gladwell habla así de un experto en música, Lawrence Ferrara, catedrático de Música de la Universidad de Nueva York, cuando se refiere al caso de Lloyd Webber. En este caso, Ray Repp, un compositor de música folclórica católica, alegaba que los primeros compases de “La canción del fantasma” (1984) de Lloyd Webber, que forma parte de El fantasma de la ópera, tenían una semejanza aplastante con su composición “Till You”, escrita seis años antes, en 1978.
Veamos todo lo que Andrew Lloyd Webber escribió antes de 1978: Jesucristo Superstar, Joseph, Evita (Ferrara repasó las partituras y en Joseph and the Amazing Technicolor Dreamcoat encontró lo que buscaba). Ésta es la canción: “Benjamín Calypso” (Ferrara se puso a tocarla. La sensación de familiaridad era inmediata). Es la primera frase de “La canción del fantasma”. Incluso usa las mismas notas. Pero espero, falta lo mejor. Esto es “Close Every Door”, de una función de Joseph en 1969”. (…) Era la segunda frase de “La canción del fantasma”. “La primera mitad de “La canción del fantasma” está en “Benjamin Calypso”. La segunda mitad está en “Close Every Door”. Son idénticas. Sobre el papel. En el caso del primer tema, de hecho “Benjamin Calypso” está más cerca de la primera mitad del tema objeto de litigio que la canción del demandante. Lloyd Weber escribo algo en 1984 y se copia así mismo.
Cuando la propiedad intelectual atañe a la vida de los seres humanos, las leyes son más laxas. Por ejemplo, la cura para el cáncer de mama. Durante un tiempo será propiedad del laboratorio que haya invertido ingentes cantidades de dinero para hallarla. Pero transcurrido un tiempo, esta propiedad pasaría al dominio público, porque también va en el interés de la sociedad el permitir que el mayor número de personas posible copie esta invención; sólo entonces otros podrán aprender de ella, edificar sobre ella, ofrecer alternativas mejores y más baratas.
Pero en el asunto del plagio literario es diferente. Cuando se trata de literatura, por alguna razón hemos decidido que copiar NUNCA es aceptable. Por ejemplo, no hace mucho el profesor de Derecho de Harvard Laurence Tribe fue acusado por plagio del material del historiador Henry Abraham. ¿Sabéis cuál fue el crimen? Copiar 18 palabras: “Taft declaró públicamente que Pitney era “un miembro débil” del Tribunal, por lo que no podía asignarle casos”.
Esta hiperprotección de la literalidad de los textos empieza a parecerse peligrosamente a las argucias legales que emplean las grandes empresas para privatizar lo que en puridad es público: un grupo de música que quiso registrar el silencio, el azul usado en Pepsi a fin de que nadie más pudiera usarlo, la prohibición de usar un disfraz de dinosaurio de color púrpura en algunos estados de Norteamérica porque fue registrado por sus creadores, la prohibición de cualquier uso de Mickey Mouse ad calendras graecas, etc.
El exceso de celo en la vigilancia de la expresión creativa ahoga la creatividad. El corazón mismo del proceso creativo se basa en pellizcos de cosas ya conocidas, de autores que admiramos, de ideas que escuchamos, de frases que nos calan… transformándolas con “nuestro estilo” (signifique lo que signifique eso, porque ¿acaso pueden existir millones de estilos diferentes o hay un reservorio limitado de estilos?)
La verdadera creatividad no es copiar un libro entero ya publicado. Pero ¿copiar doce palabras viola el proceso creativo? ¿Lo que hizo houellebecq desmerece todo su libro? Si la mítica banda Led Zeppelin no hubiera gozado de libertad para excavar en la mina del blues en busca de inspiración, no tendríamos el Whola Lotta Love.
Cuando alguien copia un texto de otra persona, uno no suele preguntarse por qué lo ha copiado, ni qué ha copiado exactamente, ni tampoco si su copia sirve a algún objetivo más magnífico. Simplemente catalogamos la copia como algo negativo.
La autora de la obra de teatro de Broadway de la que os hablé al principio copió determinadas cosas del artículo de Gladwell:
Copió mi descripción del colaborador de Dorothy Lewis, Jonathan Pincus, realizando un examen neurológico. Copió la descripción de los terribles efectos neurológicos de pasar periodos prolongados bajo un alto estrés. Copió mi transcripción de la entrevista televisiva con Franklin. Reprodujo una cita que yo había hecho de un estudio de niños sometidos a abusos. Copió una cita de Lewis sobre la naturaleza del mal. No copió mis reflexiones o conclusiones ni la estructura. (…) Aceptamos el derecho de un escritor a embarcarse en una imitación a escala natural de otro; pensemos en cuántas novelas de asesinos en serie se han clonado de El silencio de los corderos. Sin embargo, cuando Kathy Acker incorporó a una novela satírica fragmentos textuales de una escena de sexo escrita por Harold Robbins, fue denunciada por plagio (y amenazada con un pleito). Cuando trabajé en un periódico nos enviaban rutinariamente a “refreír” un reportaje del Times: hacer una versión nueva de una idea ajena. Pero quien hubiera reproducido literalmente sin citarla cualquiera de las partes del reportaje del Times (aun la más banal de las frases) se habría puesto en situación de despido. La ética del plagio se ha convertido en un narcisismo de las pequeñas diferencias: puesto que el periodismo difícilmente puede arrogarse propiedad intelectual de la idea, dada su naturaleza eminentemente derivativa, sólo puede reclamar originalidad al nivel de la más ínfima literalidad.
Denunciar plagios incluso está de moda. Hay gente que dedica parte de su tiempo a bucear entre frases que les suenan de algo, como héroes solitarios, a fin de evidenciar determinada coincidencia. En algunos medios, incluso se publican reportajes sobre plagios. Encontrar plagios, pues, resulta casi tan honrado como encontrar carteras perdidas y devolverlas a su legítimo dueño.
Por el contrario, en Japón existen los dōjinshi, que son comics, pero una copia de un comic original en la que el artista debe contribuir de algún modo, transformándolo de manera sutil o significativa. Una trama diferente, por ejemplo. O un final diferente. O puede que el personaje principal posea un aspecto ligeramente distinto. ¿Parece que haya un vacío legal en Japón? Puede. Sin embargo, considero que el mercado del manga se muestra indulgente con estas supuestas violaciones del copyright porque provocan que el mercado del manga sea más rico y productivo en todos los sentidos.
El escritor Francisco Casavella se atreve incluso a proponer 6 condiciones inherentes a la práctica del plagio:
1) Copiar algo bueno. 2) Copiar algo poco conocido. 3) Copiar de alguien sin capacidad de respuesta, sin importancia y, a poder ser, muerto hace mucho. 4)Que no se note. 5) El plagio debe superar lo plagiado.6)Hacerlo con cierto encanto o mucho morro.
Añade Casavella:
Hay quien dice que Desayuino en Tifanny´s de Truman Capote es un plagio de Sally Bowles de Christopher Isherwood. Es posible. Pero está tan bien hecho que a mí me da igual. (…) Hay quien dice que muchas de las canciones de Agustín Lara las escribía un negro a sueldo por cuatro duros. Pues si es verdad, Agustín Lara me parece un sinvergüenza y un tacaño, pero tuvo el buen gusto de elegir a un negro competente.
El profesor de Derecho de Stanford Lawrecen Lessig abunda en ello en su libro Cultura libre (libro que os recomiendo: tras su lectura, muchos obsesos del copyright acaban moderando su actitud):
En lenguaje ordinario, el clasificar los derechos de autor entre los que atañen a la propiedad privada resulta un poco engañoso, toda vez que la propiedad de derechos de autor es de una índole extraña. (…) Entiendo lo que estoy robando si le quito la mesa de camping que tiene en el patio trasero. Tomo una cosa, la mesa de camping, y una vez se la he quitado, usted deja de tenerla. ¿Pero qué deja de tener cuando yo tomo prestada la buena idea de poner una mesa de camping en el patio trasero y decido imitarle haciendo lo propio en el mío? ¿Qué es lo que le he arrebatado entonces?
Si queréis profundizar sobre el tema latente que surge de esta clase de reflexiones (si alguien copia mi trabajo, que me ha llevado mucho tiempo, el plagiador se llevará mis mismos méritos con menos esfuerzo, lo cual es manifiestamente injusto, por ejemplo), os recomiendo la lectura de Imagine… No Copyright, de Joost Smiers y Marieke van Schijndel, donde incluso se propone la supresión total o casi total de la propiedad intelectual, y cómo, incluso así, los textos seguirían manteniendo el mérito de sus autores “originales”.
Para profundizar en las raíces neurobiológicas de la creatividad, que ponen de manifiesto que el actual modelo de negocio de la propiedad intelectual y la obsesión por la pureza y virginidad de las creaciones es incompatible con el arte en todas sus manifestaciones, existe una lista enorme de libros./Papel en blanco/Sergio Parra/LIVDUCA
Creo que sí que está sobredimensionada la acusación de plagio. No es todo lo que se dice, y al igual que en música no es plagio hasta que no se hayan copiado ocho compases, en literatura debería definirse cuándo comienza el plagio y dónde acaba la cita o el homenaje. :-)
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