La dedicatoria de un libro es probablemente la forma más sublime de honrar a una persona. Es decirle a alguien: “Te agradezco por alentarme, por ser mi amigo, por parecerte a mí o por ser el amor de mi vida”. Marguerite Yourcenar, explicando los motivos por los que no había dedicado a nadie sus Memorias de Adriano, dijo que para ella era una suerte de indecencia colocar una dedicatoria personal al frente de un libro en el que pretendía pasar inadvertida. Sin embargo, sostuvo que siempre existirá un compañero, un cómplice, siquiera en el trasfondo, en la aventura de un libro bien llevado o en la vida de un escritor.
Por ese motivo es para mí todo un misterio que novelas tan monumentales como Luz de agosto o Ulises carezcan de un agradecimiento. Por ejemplo, ¿por qué Hemingway no dedicó Adiós a las armas a su enfermera Agnes von Kurowsky? La dedicatoria en ese caso era tan obvia como la que colocó García Márquez al inicio de El general en su laberinto: “Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro”.
Salvo que alguien me asegure lo contrario, sostengo que los latinoamericanos se distinguen claramente como los grandes “dedicadores” de la literatura. La mejor dedicatoria que he leído en mi vida la escribió Alfredo Bryce en La última mudanza de Felipe Carrillo: “A Luis León Rupp, a quien siempre recibo en mi casa con una etiqueta negra en el whisky y el corazón en la mano”. Otra de Bryce que me parece estupenda está en La vida exagerada de Martín Romaña: “A Sylvie Lafaye de Micheaux, porque es cierto que uno escribe para que lo quieran más”. La última que cito de Bryce se encuentra en Permiso para vivir: “Dijo el sabio Borges, que más sabía por viejo y sabía más todavía por diablo: ‘Como todos los actos del universo, la dedicatoria de un libro es un acto mágico. También cabría definirla como el modo más gracioso y sensible de pronunciar un nombre’. Dicho lo cual, pronuncio muy graciosa y sensiblemente tu nombre, Pilar de Vega”.
Borges tiene una dedicatoria excelente en El hacedor. Se trata de un homenaje a Leopoldo Lugones: “Mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos, y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.
Estas dedicatorias tampoco están nada mal:
Ernesto Sábato en El túnel: “A la amistad de Rogelio Frigeiro, que ha resistido todas las vicisitudes de las ideas”.
Juan Carlos Onetti en Juntacadáveres: “Para Susana Soca: por ser la más desnuda forma de la piedad que he conocido”.
Mario Vargas Llosa en Conversación en La Catedral: “A Luis Loayza, el borgiano de Petit Thouars, y a Abelardo Oquendo, el Delfín, con todo el cariño del sartrecillo valiente, su hermano de entonces y de todavía”.
Nuevamente Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo: “A Euclides da Cunha en el otro mundo, y en este mundo, a Nélida Piñon”.
Gesualdo Bufalino en Perorata del apestado: “A quien lo sabe”.
Antonio Muñoz Molina (en la foto) en Plenilunio: “Para Elvira, que tenía tantas ganas de leer este libro”.
Camilo José Cela en La familia de Pascual Duarte: “Dedico esta edición a mis enemigos, que tanto me han ayudado en mi carrera”.
Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres: “A Miriam, a quien este libro debe mucho más de lo que parece”.
Cyrill Collard en Las noches salvajes: “A mis hijos que, sin duda, jamás nacerán”.
Tom Sharpe en Wilt: “A Carne Uno”.
García Márquez tiene una dedicatoria fulminante en El amor en los tiempos del cólera: “A Mercedes, por supuesto”.
Termino este post con una frase genial de Juan José Arreola escrita en Palindroma: “La dedicatoria se suprime a petición de parte”./ Juan Carlos Bondy/LIVDUCA
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