Hace trescientos años, el Parlamento británico aprobó el llamado Estatuto de la Reina Ana, primera ley de protección del derecho de propiedad de autores y "libreros" (editores) sobre las obras creadas o difundidas por ellos. Desde entonces, y con altibajos debidos a cambiantes situaciones históricas, el "derecho de autor" ha supuesto no sólo la más eficaz garantía económica para ambas partes, sino también, y sobre todo, la más contundente afirmación pública de los derechos morales de los creadores.
Google y su proyecto de crear una biblioteca universal al alcance de un golpe de tecla abrió definitivamente al debate el sagrado melón del copyright, completando un tajo del que algunos fueron conscientes desde los inicios de Internet. Todos los libros que en el mundo han sido -algunos cifraban su número en unos 130 millones de títulos- podían ser digitalizados y puestos a disposición de la gente. Muchos de ellos pertenecían al dominio público, como el aire. Sobre los otros, y si no había más remedio, ya se llegaría a acuerdos con sus derechohabientes. Y en esas estamos.
Pero las cosas han seguido cambiando. La cultura del todo gratis ha ido calando en la sociedad con extraordinaria celeridad y, a menudo, respaldo teórico (véase Gratis: el futuro de un precio radical, de Chris Anderson). Las campañas en defensa de la propiedad intelectual y las leyes que previenen y reprimen su violación no funcionan con la misma eficacia en todas partes (aquí, más bien poco), y mucha gente se baja a sus dispositivos electrónicos música, películas y libros sin importarle demasiado el presente y el futuro de quienes los han hecho posibles. Están ahí, luego tonto el último.
Por supuesto que del otro lado no han faltado los abusos. El abaratamiento en los procesos de producción se compadece mal con el mantenimiento de precios escandalosos en determinados productos culturales. En los libros la piratería aumenta ahora, cuando algunos pretenden comercializar sus versiones digitales a precios demasiado cercanos a las de papel, un error particularmente llamativo en la actual prehistoria española del "nuevo modelo de negocio" editorial. El abuso de un lado justifica a veces las reacciones de defensa: si muchos editores no se hubieran dejado llevar por su codicia, la figura del agente literario no tendría el papel determinante que hoy ocupa en la cadena del libro. Si los consumidores no percibieran que los precios de los productos virtuales son abusivos, las campañas disuasorias y las leyes (sobre todo las bien planteadas) tendrían más eficacia.
A esa misma eficacia contribuiría, a nivel global, el desbrozamiento definitivo de la intrincada jungla de los derechos de autor, cuyas abstrusas legislaciones se han modificado a veces bajo la presión de la industria (como sucedió con la famosa "ampliación" estadounidense conocida como Mickey Mouse Protection Act, 1998). La reforma de ese ingente corpus legislativo, hoy fragmentado en centenares de microexcepciones nacionales que dificultan el acceso a los productos culturales, debería ser objeto urgente de acuerdo internacional.
Igual que en 1840 Proudhon afirmó contundentemente que la propiedad era un robo, hoy se hacen oír quienes insinúan que también lo es la propiedad intelectual, y que el derecho de autor que la protege constituye un residuo de un mundo que la tecnología ha relegado al desván de la historia. Desde distintos foros, como Free Culture Movement o el Centre for the Study of Public Domain, se pone en cuestión el copyright como obstáculo al libre conocimiento y ¡a la producción cultural! Y, a veces, con argumentos que merecen reflexión. El debate está abierto y echando humo. De manera que los legisladores deberían prestar atención y ponerse manos a la obra para adecuar leyes y tiempos. Porque el tsunami de la gratuidad arrasa y, si no lo hacen, la cultura, tal como hoy la entendemos, podría quedar reducida a arqueología pretecnológica. Y, eso sí: todo de derecho público./ MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO/LIVDUCA
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