© Ivette Durán Calderón
El autor italiano Claudio
Magris, en su análisis acerca de los escritores que
intentan demeritar la obra
de sus colegas mediante dardos envenenados, califica tal actitud como “vilipendios
endogámicos”. No hace alusión alguna a sí mismo, pero sin duda fue un mensaje
a la vez directo, como subliminal a sus gratuitos detractores. Es decir, a los
gratuitos detractores de cualquier escritor. Atribuía tales vilipendios a una
especie de narcisismo exasperado del escritor atacante, quien entiende su obra
como la única joya capaz de ser elogiada, el típico escritor que anda autoelogiando su trabajo y subestimando e los demás. Es en estos casos cuando aplica el dicho: "Alabanza en boca propia, es vituperio"
Claudio Magris (1939) además
de escritor, es traductor y profesor de la Universidad de Trieste. Todo un gran
personaje y autoridad literaria.
El tallo entre las piedras, entre
sus muchas obras, es un libro muy interesante, ya que reúne artículos y ensayos
publicados por primera vez en español de Claudio Magris, lo cual revela su
necesidad apasionante de escribir sobre sus vivencias y acerca de las personas
que fue conociendo durante sus viajes, principalmente autores de países como
Australia, Argentina y México.
Al referirse a Jorge Luis
Borges, Magris afirma: “Creo que esta forma de escribir, valiéndome de ecos
y resonancias, que a menudo distingue a mi estilo, es muy borgeana”.
Cuando habla de su país, es un
convencido de que crecer en Trieste significa vivir en una ciudad de papel, cubierta por la literatura donde se acostumbra a soportar, pero también a amar y gozar del mundo.
Para referirse al mundillo de
los escritores, escribió Literatura y veneno. Cuando los escritores
destruyen a sus colegas, para sacar a la luz las mezquindades que se vén el
el trasfondo de cada libro, de cada verso y que el lector rara vez o casi nunca
lo percibe. Y es que los escritores también somos de carne y hueso, vivimos,
sentimos, odiamos y amamos, unos más que otros, como en cualquier otro oficio.
El autor italiano explica con rotunda firmeza que las rivalidades entre
artistas revelan una singular torpeza de juicio o una pálida y pueril envidia,
incapaz de controlarse o enmascararse.
El libro en cuestión, también
incluye textos sobre grandes figuras literarias como Hermann Broch, Elias
Canetti, William Faulkner, Robert Musil, Ernesto Sábato y Fedor Dostoievski.
Por su intemporalidad, ofrezco
al lector tan singular análisis:
Literatura y Veneno
Cuando los escritores destruyen a sus colegas
Claudio Magris
Según Brecht, Baudelaire es un
poeta pequeño burgués cuyas palabras son como chaquetas usadas que han sido
recicladas; mientras que para Tolstoi, las sensaciones evocadas en su lírica no
le pueden interesar a ningún hombre sano. Brecht, por otra parte, es definido
por Ionesco como un didascálico y estúpido creador de personajes acartonados y
por Döblin como un romántico anticuado. Proust es liquidado con un sólo
término, “patrañas”, por Beckett, y éste último es etiquetado a su vez como
inútil epígono de Maeterlinck por Arno Schmidt. Para Voltaire, Homero es
aburrido; y Joyce es un mediocre para Benn, Lawrence, Virginia Woolf, Pound y
muchos otros. Nabokov considera una nulidad a Mann, Conrad, Cervantes, Camus,
Eliot y Pound; la Divina Comedia, para el expresionista alemán Albert
Ehrenstein, es la obra escolar, cerebral, pesada y sádica de un poeta musical,
pero monótono. La lista podría seguir hasta donde se quiera.
Los poetas insultan a los
poetas —como dice el título de una antología de tales injurias compilada en
alemán por Joerg Drews— con una ferocidad que difícilmente se verifica en las
rivalidades rabiosamente existentes, como es obvio, también en otros campos,
desde el político hasta el empresarial y el comercial. Los juicios de muchos
grandes artistas sobre sus colegas revelan una singular obtusidad de juicio o
una pálida y pueril envidia, incapaz de controlarse o de enmascararse. El artículo
de Drews —pero no sólo este— muestra el escenario literario (y en general el
artístico) como una arena de mezquindades y de rencores que parece exaltar a la
enésima potencia las mezquindades y los rencores, la falta de amor, de
generosidad y de liberalidad existentes en todo consorcio humano: en la
familia, en la oficina, en el mercado y en el partido político. Este mezquino y
faccioso desconocimiento del otro —que con tanta frecuencia le tuerce de
envidia la boca a escritores que incluso, en otras circunstancias, han
proferido grandes palabras de humanidad— a veces se justifica con la necesidad,
para un artista, de afirmar su visión y representación del mundo negando
aquellas, diversas o antitéticas, que podrían contraponerse a la suya,
metiéndola en dificultades o por lo menos en discusión. Una gran obra clásica y
armoniosa puede poner en crisis al autor de una gran obra fragmentaria y
secular, poner en duda su legitimidad y, por lo tanto, empujarlo a rechazar
sectariamente esa obra clásica, así como también puede suceder lo contrario. En
tal caso, el juicio es descabellado, pero su unilateralidad se mueve desde un
sufrimiento, desde una exigencia creativa, que no lo justifican pero lo
explican y le confieren una humana dignidad. Conrad o Hamsun obviamente se
equivocaron en censurar a Dostoievski y a Ibsen, pero se puede entender por qué
tuvieron necesidad de hacerlo.
Sin embargo, todavía es más
frecuente que estos vilipendios endogámicos, internos a la corporación, revelen
un origen menos noble: un narcisismo exasperado, una pretensión celosa por ser
el único dios creador que se pueda adorar, y una penosa inseguridad, que
advierte todo homenaje que se le rinde a otro como un hurto y un atentado a la
propia necesidad de ser amado y aceptado. En este sentido, los consumidores de
arte —lectores, escuchas, espectadores— son mucho más libres y generosos (más
poéticos que los productores de las obras que ellos aman y admiran, porque, en
su sano politeísmo artístico, saben muy bien que amar a Mozart no significa
quitarle nada a Beethoven y que se pueden y se deben amar a la vez a Brecht y a
Baudelaire, a Proust y a Beckett. Como en la casa del Padre, según el proverbio
de la Escritura, también en la casa del arte —de todo arte— existen muchas
moradas y es lícito frecuentarlas y habitarlas todas sin agraviar a ninguna.
Pero el poeta, que por una parte es mensajero y portador tan alto de humanidad,
de poesía, a menudo parece someterse al más innoble de los vicios, la envidia:
envidia que, a diferencia de los otros pecados capitales, no es el desorden de
un impulso per se bueno (como la lujuria lo es del amor y del sexo o la
soberbia del respeto a sí mismos), sino es per se completa y únicamente mal y
negación, disgusto ante la visión de una alegría de los otros que no nos quita
nada y debería alegrar a todos, porque la existencia de Ana Karenina es un
enriquecimiento incluso para quien escribió Los Buddenbrook o El proceso. ¿El
poeta, no como hombre que acaso se equivoca aunque siempre con magnanimidad,
como lo quiere la retórica corriente, sino más bien como pecador mezquino,
miserable y envidioso; ya no como sensual trasgresor o prometeico rebelde?
Los premios literarios, con
sus batallas al interior de la rosa de los premiados, procrean odios y bajezas
que al compararlas, las pugnas políticas y económicas, incluso las criminales,
muestran un espesor más peligroso pero más digno de respeto. El narcisismo de
los artistas se revela a menudo inhumano y mísero, como bien lo sabía Thomas
Mann; no es casualidad que, entre los hijos de los grandes, los más infelices y
lesionados en su propia persona sean los hijos de muchos artistas,
evidentemente descuidados por sus padres no por meras exigencias de trabajo
(como en el caso de los políticos, de los empresarios o de los marineros,
siempre en viaje y poco en casa, pero no por esto poco afectuosos con su
familia) sino por un frecuente y sustancial desinterés afectivo de los padres
dedicados a las Musas. La intolerancia del artista —incluso aclamado—, ante las
alabanzas que se le rinden a un colega suyo, revela cómo el artista está, a la
par y acaso más que otros, obsesionado por el mecanismo de la competencia y por
el temor de que cualquier éxito de un producto de los otros actúe en detrimento
de su producto. No por casualidad, los insultos literarios más corrosivos son
dirigidos a colegas contemporáneos activos en el mercado del espíritu y del
dinero. Hace años, un escritor que yo apreciaba y sobre el cual escribí con
entusiasmo, se ofendió profundamente conmigo porque yo también había escrito,
con pasión, sobre otro escritor, y me dijo explícitamente que, en la ciudad en
la que vivía, solamente había lugar para un escritor y no para dos y que, por
lo tanto, mi artículo, en el que enaltecía al otro, lo había dañado. Incluso
esta anécdota es sólo un ejemplo entre muchos, demasiados, que se podrían
citar.
Quizá uno de los muchos
aspectos del mysterium iniquitatis del que habla la Escritura también es la
frecuente y desconcertante contradicción frente a la cual nos ubica el arte y
los artistas. Por un lado, a sus creaciones les debemos revelaciones altísimas
de humanidad, que no sólo nos han hecho comprender intelectualmente sino vivir
concretamente, casi físicamente, los sentimientos, las elecciones, los valores
de la existencia; gracias a ellas realmente sabemos lo que es el amor, la
valentía, la fidelidad, la bondad, la pasión erótica, la piedad, el delirio, el
miedo, la traición, la infamia, la exigencia de justicia y de verdad, la
búsqueda o el rechazo de Dios.
Por otro lado, a menudo, el
artista, casi como si realmente hubiese sido invadido por un dios que habla a
través de él como lo quiere el mito, está entre los primeros en olvidar o en
violar esa humanidad que le ha hecho descubrir a los otros. Goethe escribe la
tragedia de Margarita y luego vota por la condena a muerte de una muchacha que
tuvo un destino análogo; en Muerte a crédito, Celine presenta, genialmente, al
antisemitismo como una villana imbecilidad, pero más tarde, paradójicamente, lo
hará suyo; la lista, también en este caso, es larga. Nos gusta considerar a los
escritores cual custodios de lo universal-humano —violado con mucha frecuencia
por la política—; pero, por ejemplo, en la guerra que disgregó a Yugoslavia,
fueron a menudo los escritores los que incitaron al más salvaje de los odios
nacionalistas. Ni Pirandello, que se adhiere al fascismo inmediatamente después
del asesinato de Matteotti; ni los escritores franceses que viajan a Moscú para
asistir devotamente a la “Misa roja”, o bien, a las ejecuciones stalinistas de
muchos de sus compañeros comunistas acusados de desviación; son un ejemplo
recomendable de humanidad. Platón sabía que sólo la divina manía del arte
expresa la esencia de la vida y de la verdad vivida, pero expulsaba a los
poetas de su Estado ideal. Esa condena es injusta, potencialmente totalitaria,
y es rechazada, pero de vez en cuando resulta necesario volver a ajustar cuentas
con ella, con la verdad que ella, retorciéndola, contiene. La poesía no está
llamada a subordinar la existencia a su significado más alto que la trasciende,
como lo hace la filosofía. La manía —recuerda Livio Garzanti en su fascinante
Amare Platón— “produce sueños que la razón, cuando se despierta, debe
interpretar”. La poesía está llamada a expresar la verdad de la existencia, que
también es brusca, imperfecta y cruel; a expresar el contradictorio corazón del
hombre, en el que hay magnanimidad, pero también bajeza, vanidad y maldad.
El arte ilumina a fondo estas
contradicciones y para hacerlo está obligada —o naturalmente llevada— a
identificarse con ellas, incluso con las peores; a mimar esa realidad mundana
que para Platón es ya mimesis engañosa de lo verdadero, de lo que, por lo
tanto, la poesía es mimesis al cuadrado. Doblemente falaz, por lo tanto, pero
también necesaria para la verdad, porque es reveladora de ese mundo de sombras,
que el hombre ve en la platónica caverna y que sólo son ilusorias sombras,
pero, en cuanto tales, compañeras de toda la existencia humana. El Yo poético
mismo se siente incierto como una sombra; el escritor deviene su propio ghost
writer, como en la reciente y original novela de Ermes Dorigo Il finimento del
Paese.
El espíritu del hombre, se
dice en el Fedro, es portado hacia lo alto y lo verdadero por un caballo; y
arrastrado hacia lo bajo de sus propias miserias por otro. Quizá la función de
todo arte, a diferencia de la filosofía o de la religión, es la de narrar y representar
lo que le sucede al caballo que nos lleva hacia abajo, o mejor dicho, a
nosotros, cuando lo dejamos con la brida suelta y lo seguimos, no sólo en
desordenadas pero fuertes pasiones, sino también en vanas enconadas —también en
las envidias que testimonian esos insultos entre poetas, quizá inevitables en
la debilidad humana. Lo que no quita que definir “burdo” al Quijote, como lo
hace Nabokov, es un craso tropezón.
Traducción de María Teresa
Meneses.
No hay comentarios:
Publicar un comentario