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domingo, 31 de julio de 2011

Nom de plume : Insignes escritores detrás de sus célebres pseudónimos






“Los pseudónimos son como un guante de terciopelo, tienen un tacto suave pero nunca llegan a ser tan cálidos como la yema de los dedos.”

Dentro del constante juego autor-lector que encontramos en la literatura en general, no es raro hallar casos de escritores que no son exactamente lo que quieren hacernos creer. Más allá del engaño narrativo, podemos ver autores que se reinventan a sí mismos, como si fueran otro personaje más, de mil maneras distintas, de las cuales una de las más populares, por tantas razones, es cambiarse el nombre. A continuación enumeraremos algunos de los más raros y notables.

En caso de mencionar el nombre Howard Allen O’Brian, es muy probable que a nadie le resulte familiar. Sin embargo, Anne Rice es un nombre muy conocido, y ambos corresponden a la misma persona. Bautizada como Howard Allen en honor a su padre, la escritora no tardó en cambiarse el nombre por algo un tanto más femenino, Anne, y adoptó el apellido al casarse con su marido, el poeta Stan Rice. El caso de Rice es peculiar, además, ya que generalmente son las mujeres las que optan por escoger nombres masculinos en la literatura, como demostraron las hermanas Brontë, que optaron por hacerse llamar Acton Bell (Anne Brontë), Currer Bell (Charlotte Brontë) y Ellis Bell (Emily Brontë) para sus primeras obras, con la esperanza de que se les tomara más en serio en una época en la que las mujeres generalmente se dedicaban a la menospreciada novela romántica. Algo parecido le ocurrió a George Elliot, nacida Mary Ann Evans, que además se escudaba en una falsa identidad para ocultarle al público en general su larga relación de amor y convivencia con un hombre casado.

Hay muchos motivos que empujan a un autor a esconderse detrás de un pseudónimo. En el caso de Eric Arthur Blair, la publicación de su obra Sin blanca en París y Londres, inspirada en sus propias experiencias desempeñando todo tipo de trabajos en las ciudades mencionadas mientras intentaba hacerse un nombre como escritor, lo obligó a utilizar un nombre falso para no incomodar con la obra a sus padres. Aunque hizo uso de varios pseudónimos, será el de George Orwell el que finalmente le traerá el reconocimiento debido, con novelas como 1984 o Rebelión en la granja. También se han utilizado pseudónimos con frecuencia para separar dos tipos de actividad, como le ocurrió al matemático Charles Lutwidge Dodgson, quien adoptó el nombre de Lewis Carroll para separar su prestigio como científico de su éxito como escritor (se trataba de un juego de palabras con su nombre original: Lewis es otra forma adaptada al inglés de Ludovicus, la versión latina de Lutwidge, y Carroll es un apellido irlandés parecido al nombre latino Carolus, de donde proviene Charles).

Algunos pseudónimos son ya casi material de leyenda. No queda nada claro el origen real del nombre Mark Twain, con el que Samuel Clemens comenzó a firmar sus obras en 1863. Aunque el propio Clemens explicó que hacía referencia a una expresión usada para designar el estado de un río (significa dos brazas de profundidad), dicha explicación ha sido frecuentemente puesta en duda, ya que algunos de sus biógrafos aseguran que hace referencia al alcohol que bebía de fiado en la taberna de John Piper en Nevada.

Las razones que se escondían tras estos nombres falsos eran sencillas: vergüenza, interés profesional, o la necesidad de cambiarse de sexo. Pero se dan algunos casos donde la propia identidad del escritor se desdobla con el pseudónimo, creando un tira y afloja muy particular entre escritor y alter ego. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, con Stephen King y Richard Bachman.

Cuando King estaba ya en la cúspide del éxito, se preguntaba frecuentemente si éste se debía a una simple cuestión de suerte y excelente márketing, o al talento en sí. Además, le irritaba no poder publicar la cantidad de libros con la frecuencia que querría, ya que sus editores limitaban su producción a un libro por año para no saturar el mercado. Así que se inventó al escritor Richard Bachman (escogió el nombre Richard en honor al pseudónimo del escritor Donald E. Westlake, Richard Stark; y el apellido Bachman por el grupo de rock Bachman-Turner Overdrive), y publicó con éste una serie de libros usando escasos medios publicitarios, para ver cómo funcionaría. Lamentablemente para King, el secreto no duró mucho, ya que los libros estaban llenos de referencias a su obra en general, y el estilo era muy similar al que empleaba con su nombre real, algo que los fans no tardaron en reconocer, a pesar del esfuerzo del escritor por crear una persona ficticia, con foto y dedicatorias falsas en los libros firmados por Bachman. Acabó dándose por vencido, y mató a Bachman, informando de su “fallecimiento por cáncer de pseudónimo” (aunque desde entonces se han “encontrado” varias obras póstumas del autor). King no fue el primer escritor famoso que decidió escribir bajo pseudónimo para probarse, en Francia algo similar fue llevado a cabo por Romain Gary, que publicó varios libros con el nombre de Émile Ajar, en un intento de descubrir si sus libros tendrían la misma aceptación sin la influencia de su propio prestigio. El resultado de su experimento (que a King realmente no le dio tiempo de comprobar, ya que se descubrió antes de tiempo su ardid) fue positivo, obteniendo unas cifras de ventas notables.

Más allá de lo conveniente de hacerse pasar por hombre o por mujer, cada vez es más común que los escritores reduzcan a iniciales su nombre para evadir los prejuicios asociados a cada sexo. En especial, las mujeres procuran esconder su nombre usando esta treta para publicar en géneros todavía asociados a escritores masculinos, como es el caso de la ciencia ficción. Un buen ejemplo sería D. C. Fontana (Dorothy Catherine Fontana), guionista de la serie Star Trek, que también ha utilizado varios pseudónimos masculinos. La propia J. K. Rowling prefirió abreviar su nombre para no condicionar con éste a lectores habituales de fantasía, género donde el sexo femenino puede asociarse a un tipo de literatura más romántica, menos “épica” que la de sus equivalentes masculinos. Otro caso curioso, en lo que se refiere a la literatura fantástica y a la ficción especulativa, es el que lleva años dándose en nuestro país, por el que numerosos escritores españoles utilizan nombres extranjeros para publicar sus obras, debido a la desconfianza que todavía existe hacia la calidad de lo producido en España dentro de dicho género.

España cuenta con una larga tradición de utilizar nombres de guerra para el ejercicio literario, y a veces eran realmente más títulos bélicos que autoriales, debido a su uso como tapadera para todo tipo de peleas, insultos y combates lingüísticos y personales.

El pseudónimo llegó a convertirse en un nombre tapadera, como es el caso del conocido Alfonso Fernández de Avellaneda, que en 1614 hacía circular una versión apócrifa de una obrilla llamada El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y que incluía en su prólogo toda una colección de palabras de desprecio hacia el autor de dicha obra, Miguel de Cervantes. En cuanto a quién se hallaba detrás del nombre Avellaneda, nadie lo sabe con seguridad, pero se barajan nombres como Jerónimo de Pasamonte, Pedro Liñán de Riaza, Baltasar Elisio de Medinilla o Cristóbal Suárez de Figueroa. En los casos primeros, sobre todo, parece estar involucrada la vengativa mano del dramaturgo Lope de Vega, que pudo haber encargado dicho apócrifo a alguno de estos escritores, amigos suyos, o haberlo realizado, parcialmente, él mismo. Lope no era ajeno a los pseudónimos, se le conocen varios, entre los que destaca, seguramente, el de Gabriel Padecopeo, que utilizó para algunos de sus poemas, probablemente para ocultarse de la furia de maridos, hermanos y padres de las mujeres a las que agasajaba en sus versos.

Otro nombre artístico con el que se han deleitado los lectores españoles ha sido el de Miguel de Musa, con el que un joven Francisco de Quevedo escribió unos versos que parecían parodiar el estilo de un tal Luis de Góngora, una imitación burlesca que el cordobés no perdonó y que inició una de las batallas literarias más conocidas del mundo literario. También tenemos casos de mujeres escritoras que utilizaron nombre masculino para poder hacerse hueco en un mundo de grandes autores y escasas autoras, ya lo hacía en el siglo XIX Cecilia Böhl de Faber al firmar como Fernán Caballero.

La lista es larga, y de muchos se han destapado los nombres originales (o nunca se ocultaron en gran medida, usándose, simplemente para distanciarse del nombre utilizado en su actividad profesional). En el caso de Azorín, por ejemplo, la posición política del escritor y su uso ferviente del periodismo como medio de crítica y ensayo lo impulsaron a utilizar varios pseudónimos diferentes, si bien al final de su vida los abandonó para firmar con J. Martínez Ruiz, su nombre real. Cabe mencionar también a Valle Inclán, bautizado Ramón José Simón Valle Peña, que tomó su nombre artístico de su antepasado, Fernando de Valle Inclán.

Y en otros países hispanohablantes no podemos dejar de mencionar a Plácido, el cubano Gabriel de la Concepción Valdés; al chileno Pablo Neruda (Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto), o a la también chilena Gabriela Mistral (Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga).


Que el mundo conozca tu pseudónimo literatoso es peor que ser desenmascarado en la Arena México.

En los premios literarios, el concursante debe ocultar su nombre.

En México hay dos tipos primordiales de pseudónimo literario: el jocoso y el heterodoxo.

Para ejemplo, la lista de pseudónimos del II Premio Internacional Letras del Bicentenario: Zapatitos Rojos; Jarín Fonz; Alicia Adora; Esa vez Bonifacio; Eleya de Llerena; Doña Pepa, la costilla de Hidalgo; El gancho rubio; El otro Wakefield; Su perrillo; Polifemo y El Charro Beltrán.

El monto de estos premios fue 25 mil dólares para primeros lugares; 15 mil para segundos y 5 mil para terceros. Con todo y dineral, los ganadores preferirían que su pseudónimo fuese ocultado. Todo pseudónimo es indigno.

Empero, prensa e institutos, o creen que el pseudónimo es una información relevantísima y por eso la publican, o la difunden para humillar a los literatos: que el mundo conozca tu pseudónimo literatoso es peor que ser desenmascarado en la Arena México.

Todo escritor sabe que el pseudónimo es ridículo. Muchas veces para ofuscar ese ridículo, paradójicamente, recurre al paroxismo. Por eso los pseudónimos chistosones.

En mi caso he firmado como “El Pato Lógico” que, concluí, tras años de abisal meditación, ¡era pseudónimo perfecto! Asegura que mantengas tu anonimato, jamás ganando.

Un mal pseudónimo puede arruinar tu carrera literaria. Si has concursado y dedicado horas a pensar qué pseudónimo usar, no eres paranoico. Título, índice y pseudónimo son los tres criterios reales de los jurados.

La otra tendencia dominante —poner un nombre algo raro, foráneo, irreal, digamos, Katrina Petrovskova— se debe a que la pseudonimia causa regresión psicológica, devuelve a la infancia, casi a los cuentos de hadas.

No sólo debido a que inventar nombres es un juego infantil muy común sino porque despierta la ilusión de ganar. Concursar infantiliza.

Una ceremonia de premiación literaria es como una asamblea escolar, donde, para colmo, anuncian tu bochornoso pseudónimo por un micrófono.

El pretexto burocrático del pseudónimo es proteger la identidad del concursante (evitar prejuicios en los jurados); la razón verdadera, aniñar escritores.

¿Qué es un pseudónimo literario? Un contrato involuntario entre la sociedad y el escritor, a través del cual los escritores revelan su alter ego.

Ya dicho esto, las dos tendencias de la pseudonimia literaria quedan explicadas: la personalidad secreta de los escritores mexicanos corresponde a la de bufones o soñadores.

En el futuro, algún ducho hermeneuta descifrará el significado cabal de los pseudónimos (que almacenan información acerca de la imagen interna y el lugar que ocupan los intelectuales en las sociedades).

Pero, por supuesto, esta investigación indispensable no es un vericueto que pueda acometer alguien que hasta hace unos minutos se apodaba El Pato Lógico./Gabriella Campbell/Lecturalia/Heriberto Yepes/El Milenio/Foto: Dreww Coffman/LIVDUCA

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